Se peinaba hacia atrás con gomina casera, tenía un bigote a lo Pancho Villa, medía aproximados un metro cincuenta o un metro cincuenta y cinco, lucía con orgullo su barriga prominente , eternamente llevaba camisetas azules y, sin él saberlo, el apodo que le pusimos con jactancia y mucho ahínco fue el de “El Mexicano”. El Mexicano era el papá de Mónica, una amiga de ese entonces, y su casa la habíamos convertido en nuestra guarida, allí siempre sopesábamos el qué haríamos, si irnos a rumbear, si comprar vino luminoso, si alquilar una película, si aspirar a hacer que alguna de las chicas, que también iban, se hiciera novia de alguno de nosotros, si jugar a “La verdad o se atreve”, si...
El Mexicano no era amable, no soportaba vernos en su casa mañana, tarde y noche. Sufría de terribles jaquecas e incontrolables cambios de humor, refunfuñaba con intervalos de dos o tres segundos para que lo notáramos, le armaba jaleo de puta madre a Mónica cuando no estábamos mirando, y, a pesar de eso, hacíamos cómo si él no estuviera ahí. Por un tiempo fue un adulto más que hacía de extra en una película de adolescentes problemáticos. Hasta que…
- ¿Saben? No pueden venir más a mi casa.- dijo Mónica.- Mi papá me lo prohibió.
- ¿Cómo así? mucho Mexicano malparido.
- Hey, hijueputa, es mi papá. No lo insultés.
El Mexicano pasó de ser un simple extra a ser uno de esos personajes que marcan un punto de giro en la trama. A regañadientes las órdenes de El mexicano fueron cumplidas, no volvimos a ir por allí, al menos no cuando él estaba. Se podría decir que igual nuestra guarida seguía intacta, que igual desde allí maquinábamos nuestros planes, más sin embargo no era lo mismo. Nosotros continuamente andábamos moscas, prestos a salir de aquel lugar lo más rápido posible con tal de no toparnos con algo que perjudicara a Mónica. Y Mónica, pues, ella siempre estaba predispuesta a echarnos a patadas, si el caso fuera necesario, mediante se acercaba la hora en que su papá salía de trabajar. Es difícil aceptar que las cosas cambian, que algo agradable en supremacía se convierte en algo agradable a medias. Así que como protesta y vil venganza, aunque El Mexicano no se diera por enterado – debido a su nulidad estudiantil, como buen analfabeta ni siquiera hizo primaria- y en medio de reproches vagos por parte de Mónica, nos las arreglábamos para dejar constancia de que en su ausencia estuvimos en su humilde morada. Escribamos sobre cualquier parte visible de su casa:
“Que grande que tenés ese mostacho barrigón malparido, córtatelo”
“Mexicano hijueputa”
“Eres el Pancho Villa criollo”
“Solo te falta el sombrero para que nos cantés Cielito lindo”
“Que buena que está tu hija”
“Mexicano, quién me lo mamara que es para un remedio, ya sé, tu hija me lo mama”
“Aprende a leer Mexicano gonorrea”
Si alguna vez El Mexicano aprendió a leer, sé que no alcanzó a leer lo que escribimos, tanto él como Mónica -en la época en que fue nuestra amiga-, no duraron mucho tiempo viviendo en esa casa. A Mónica la volví a ver por ahí, volteándome rápidamente la cara para no saludarme. A El Mexicano ni en las curvas.
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