5. De mañana, bajo un sol que anunciaba lluvia, en un trancón, yendo en taxi por la autopista sur, desde mucho antes de entrar al municipio de Sabaneta - podría decirse que desde el inicio de Envigado-, se empezaron a ver de uno en uno soldados parados en la orilla de la calzada, cada sujeto a una distancia prudencial de entre diez metros del otro – metros calculados por mí, amo y señor del cálculo; materia que en el colegio me regalaron porque “a mí lo que me gustaba era el arte”-. Entre más lento avanzaba el taxi se hacía claro el por qué la alta presencia del ejército, y más se confirmaban las sospechas de a quién nos íbamos a encontrar en el sitio que nos tocaba laborar.
4. Nos bajamos del taxi una cuadra antes de nuestro destino, las calles del perímetro todas estaban cerradas. Tiritando y lamentando no haberle puesto las mangas a mí chaleco - en Sabaneta hace mucho más frío y llueve más que en Medellín-, nos abrimos paso por entre un tumulto de policías custodios de la zona, que, al preguntarles “¿dónde queda la sala de convenciones?”, parecían más desorientados que nosotros; es como una política de la policía no saber de direcciones, siempre me ha pasado que cuando les pregunto me mandan para el lado que no es.
3. Perdidos, por fin llegamos a la puerta. Registramos nuestros nombres “Somos de prensa”. Nos entregaron las escarapelas “Son de prensa”. Antes de pasar la puerta “De prensa, permítannos una requisa”. Y sin pestañear ya estábamos dentro del recinto; salvo porque me hicieron prender la cámara, no sé para qué – bien se puede prender la cámara y aún así llevar una arma oculta en ella; eh visto películas-, me han hecho requisas peores; después de ver tanto ejército y tanto policía y tanto alboroto allá afuera y que ni me hicieran sacar el teléfono celular o que me quitaran la candela desechable, como sí me ha pasado varias veces, la palabra decepción, en murmullo, se me salió de los labios.
2. A la espera del personaje, observé que los policías y los soldados adentro del lugar estaban desarmados, me pareció algo curioso. Pensé “es que lo tienen todo calculado”, con la mirada busqué por las paredes cámaras y algún tipo de rayo laser con la capacidad de fulminar cualquier ente al instante, quizás desde allí ya tenían control de cada revoltoso asesino que estuviera presente, pero no vi nada de eso. Noté que en la profundidad, dónde no podíamos estar los de prensa, un policía me miraba fijamente, y caí en la cuenta “Son robots, no necesitan estar armados”.
1. Aplausos y victorias. Secundando a un alto mayor del ejército, un hombre muy bajito, muy canoso, de piel blanca – más blanca de lo que se ve en televisión-, con gafas y cachaco salió al estrado. Más aplausos y más victorias. El hombre bajito dominó su público, demostró que le sobra carisma, que sabe moverse en el escenario sin tropiezos, que habla sin tapujos, que cuenta chistes sin parar; es quizás uno de los mejores actores que he visto en mi vida. Siguen los aplausos. El espectáculo dura tanto, pero tanto que nos fuimos de allí; es que el hombre bajito sabe extenderse y extenderse. De vuelta a Medellín, en otro taxi, recuerdo que una vez leí que Adolf Hitler estudió teatro y que se pasó horas y horas delante de un espejo practicando como apartarse el mechón de pelo de la cara; ese gesto nada menos le ganó gran fanaticada femenina, y por ellas estuvo su buen tiempo en el poder.
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