5. De la taza del inodoro me levanté luchando por no llegar hasta ese punto blanco allá en el fondo negro. Sudaba a mares, temblaba, me estaba muriendo, me estaba desangrando por dentro. De rodillas caí en el piso y seguí vomitando sangre, la que por el recto también había expulsado. De alguna manera gateé hasta la puerta y la abrí, allí afuera, en el pasillo de la pensión Master en Buenos Aires Argentina me estaban esperando dos camilleros vestidos de amarillo, listos a saltarme encima, a acortarme en la camilla. Yo pálido como estaba los veía borrosos, puntos amarillos en esa oscuridad de mis ojos que sólo tenían en la mira un puntito blanco en la mitad, el punto de horizonte de al final del túnel. “¿Quiénes son ustedes?” Pregunté. “Somos sus salvadores”, respondieron. Y me desmayé.
4. Soñaba con mi abuelo Marcos el día que nos dejó, yo estaba en el corredor de la casa, jugando a algo que no me acuerdo, seguro jugando esos juegos que ahora no se ven: la vuelta Colombia, bolitas, policías y ladrones, chucha, borrachitos, ollitas. Pero miento, ya me acuerdo, yo estaba solo, mirando como bajaban los buses del barrio el Corazón hasta el barrio la América, observando como subían los buses desde la América hasta el barrio el Corazón. Por allí pasaban niñas uniformadas rumbo al colegio el Carmelita Arcila, yo no las miraba, ese día no estaba de animo, toda mi familia estaba reunida dentro de la casa, esperando, expectante del último adiós de mi abuelo. Mi mirada se poso en el horizonte, en una valla dibujada de “se arreglan electrodomésticos, llamar al teléfono no sé qué” en el convento de la Madre Laura, el convento que en ese tiempo no estaba beatificado, ni lo habían arreglado, ni era privado: todos solíamos jugar allí al escondidijo, al microfútbol, a te toco las tetas Moto Sierra si tu me tocas el pipi. “¿Me enseñas a besar Mónica?” “Mándale saludes a Lina”. Cuantos amores fugaces pasaron por allí, detrás de un árbol, en la entrada de la iglesia, detrás de la estatua de la Madre Laura. Una vez quisimos meternos más allá de lo que no veíamos y un celador nos disparó con una escopeta: los balines nos pasaron zumbando las orejas. Monjitas violentas, monjitas solapadas. En ese convento que también estaba o está el asilo de esas monjitas desgraciadas seguro arepa y pan se dan al desayuno y a la cena, en el almuerzo dan clases en la escuela: donde yo cursé quinto de primaria, de donde partí al martirio de la secundaria. Seguía yo leyendo la valla “se arreglan electrodomésticos, llamar al teléfono no sé qué” cuando en mis oídos se escuchó la voz más aterradora, la resonancia de un grito, el gallo desgañotado de Marta Duque, esposa de mi tío Lalo, exponiendo: ¡Se murió mi suegro!. El grito de la defunción de mi abuelo lo llevo clavado aquí adentro entre el pecho y la espalda, en mis oídos nunca ha cesado su murmullo. Murmullo mañanero que siempre me despierta, murmullo noctámbulo que siempre me desvela. No quise ver abuelito tu cadáver para no llevarme semejante recuerdo, pero antes de morirte si te vi. Te tenían acostado en el cuarto de mi tía Rocío o en el de mi abuela – eso no lo recuerdo-, estabas tan flaquito, pero tan flaquito que eras solo huesos y piel aguada. Tu mano raquítica la tenías en el pecho y tus ojos moribundos miraban hacia el techo. “Abuelito ¿quiere tomar agua?” te dije y no me respondiste porque apenas modulabas. Luego no te quise ver más, me senté en el corredor de la casa a darle tiempo al tiempo, a esperar el bramido de Marta Duque.
3. Me desperté porque me despertaron para ponerme un catéter por la nariz y pasarlo por la garganta directo al estomago. “¿Qué tiene?” preguntó Gabi, o preguntó Pía – no me acuerdo- que me acompañaban en la ambulancia. “La preguntas es ¿Qué no tiene?” respondió uno de los camilleros y se echaron a reír. Intenté hacer lo mismo pero fui incapaz, que una enfermedad mortal resulte un chiste no está nada mal, lo malo es que tú, el casi muerto, no te puedas carcajear. Cuanto los odie en ese momento, cuanto me reí por dentro. Mi vida está llena de personajes bonitos, de amigos y desconocidos que se ríen para darme moral, pensé y cerré los ojos. Que sea lo que tenga que pasar, pero igual no me quiero morir tan lejos, donde sólo tengo cuatro amigos, dos argentinos - Gabi y Andrés-, una ecuatoriana – Pía - y una bogotana – Catalina-, lejos de mi mamá, lejos de mi familia, lejos de Medellín. Medellín, esa ciudad rodeada de montañas tan aburridora como un búho que lo ve todo y hace nada, sólo vuela para cazar a su presa. Esa ciudad me hace falta, allá tengo mis recuerdos.
Sintiendo el ronroneo de la ambulancia, la incomodidad del catéter en mi garganta y en la nariz, el pensamiento se me fue para otro lado. Abrumado, sin lagrimas en los ojos, me vi en el colegio Pedro Justo Berrio, el que queda en Belén las Violetas o sino por ahí cerca. Yo estaba parado ante la puerta de un salón mirando el infinito mientras Cesar Nariño, un amigo de la familia, sacaba de clases a mi primo Adrián. “Adrián, dígale a su profesor que no lo tenemos que llevar para la casa”. “¿Por qué Cesar, qué pasó?”. “Nada, pero es mejor que esté en la casa”. “Ya sé lo que paso ¿se murió mi abuelito?”. En ese momento miré a Adrián y le asentí con la cabeza, pero Adrián no me miró, seguía mirando a Cesar. “Adrián, haga lo que le digo, es lo mejor”. Adrián no quiso salir de clases y nos lo tuvimos que llevar a la fuerza, Adrián se negaba a la expiración de mi abuelo. “Es mentira, mi abuelo no se murió”. De vuelta a la casa el silencio era tan letal que ni se escuchaba el rugido del motor del carro destartalado de Cesar, ni los ruidos de la ciudad. Nuestro abuelito se murió, pensaba yo. Adrián, el mayor de los nietos, miraba por la ventanilla, su mirada era inexpresiva.
2. La segunda aguja que penetró mi brazo izquierdo llevaba consigo una bolsa de sangre, la segunda bolsa de sangre de la noche. Ahora tengo sangre argentina, pensé. La primera aguja de las tres que me pusieron en esa noche llevaba suero. Y ahí estaba yo en una habitación de tres camas. Con un catéter en la nariz, una bolsa de suero en el brazo derecho y una bolsa de sangre en el brazo izquierdo. Esto parece un viernes santo, Jesús y sus dos ladrones a lado y lado: El catéter (Jesús) desangrándose. La sangre (el segundo ladrón, pasión, corrupción) diciendo: "¿No eres tú el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo y también a nosotros! ¿Por qué yo tengo que darte de nuevo la vida?". Y el Suero (el primer ladrón, arrepentido, dando sin pedir) renegándole al otro: "¿No temes a Dios tú que estas en el mismo suplicio? Nosotros lo hemos merecido y pagamos por lo que hemos hecho, pero éste no ha hecho nada malo.". Sí, no he hecho nada malo, me dije mientras me aquejaban los dolores de los brazos: los de hospitales públicos no saben qué es la delicadeza, abren huecos al azar y remiendan todo como pueden como político corrupto. Sólo beber cerveza todos los días, fumar como puta mueca y salir a parrandear con mis amigos ¿eso es un pecado? Sin embargo el cuerpo es obtuso como toda religión, el que la hace la paga, nadie se salva, ni Jesús el hijo marica de Dios.
1. En caravana típica de un entierro a mi abuelito Marcos le dimos santo funeral en el cementerio del barrio El poblado. Todos los presentes lloraron menos yo. Por más que lo intenté las lagrimas no quisieron, se negaron a salir las hijas de puta. Lo mismo pasó en el cementerio de Amagá cuando a mi abuela Elvia la enterraron, pero esta vez fue diferente: yo me moví un poco al la derecha para darle paso a los que llevaban el ataúd hasta el hueco del olvido, o sea la tumba, cuando tropecé con alguien que estaba detrás de mi. De repente en ese tropezón me vi cargando el féretro por un lado y mis tías gritándome entre lágrimas “¡Así es Byron, lleve a su mamita hasta el final!”. Oculté mi rostro impávido de mis tías y llevé a mi abuela Elvia hasta su sepulcro, pensando en el libro que por ese entonces me acababa de leer: El Extranjero de Albert Camus.
Adiós abuelita Elvia, Adiós abuelito Marcos, hoy es donde lloro por ustedes, aquí acostado en la habitación de un hospital en Buenos Aires, Argentina. Mirando el techo, escuchando las historias de mi compañero de cuarto -un viejito argentino- que dice que el dulce de leche (el arequipe) lo inventó la sirvienta del General San Martín.
*¿Y no me creyeron cuando escribí que era mes de TOPS 5 largos?
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2 comentarios:
La historia del dulce de leche es muy flaca. Ahora se me viene a la cabeza una historia del brocoli que contaba Favio, mi compañero de pieza en una pensión donde vivimos con Byron, de similar flacura. Te la acordás Byron, porque yo no?
En el viaje en ambulancia le pedi a los médicos que pasemos por la cancha de San Lorenzo para conocerla. Desviándose del trayecto al hospital, no sólo pudimos conocer la cancha (Byron creo que no porque no le daba el ángulo de visión desde su camilla), además paramos a comprar helado y nos cagabamos de risa al oir a los médicos gritarles cosas a una mina que iba en moto y se le notaba lo que yo llamo "el monedero", o sea, la rendija del orto.
Conozca la ciudad en ambulancia, lo recomiendo.
La historia del Brocoli era mia, Favio sólo la regó.
Sí, conozco la ciudad en ambulancia, pero siendo acompañante del enfermo, si estás en la camilla cagaste.
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