– Todos los que nos quieran dar una moneda, o cualquier billete de mil pesos o dos mil o cinco mil que les sobre, por favor, aquí está este pasamontañas. Les rogamos que sean ordenados. – dijo uno de nosotros; quince tipos con pasamontañas, busos, guantes, sudaderas y tennis, todo de marca Adidas. Bailábamos al ritmo de la música que provenía de una grabadora gigante cuadrada y gris que funcionaba con seis pilas Varta de las grandes. Estábamos en el Parque Berrio, al lado de la primera gorda donada a la ciudad de Medellín por parte de nuestro queridísimo ilustre artista maestro Botero. Luego nos echó la policía.
Y tuvimos que emigrar hacia Junín.
- Perdón, no pueden estar con esa grabadora aquí en Junín, mucho menos pueden bailar lo que sea que estén bailando.- dijo un guardia de seguridad.
- ¿Y dónde se puede bailar en el centro sin que nos echen? – preguntó uno de nosotros.
- No sé, pero esto es un lugar público, aquí no pueden bailar. Por favor desalojen – dijo el guardia.
Éramos ignorantes, estábamos lo suficiente malaleches, deseosos de bailar y frustrados, como para preguntarnos y preguntarle a ese guarda que si “lo público” significaba “lo privado”. Nos fuimos sin más.
- ¿Qué aprendimos el día de hoy? – preguntó alguien.
- Que no vuelvo a salir con ustedes a pedir plata por bailar, una pelada amiga de la familia me vio, y de seguro le va a contar a mi mamá. Ya me imagino el regaño y el castigo– dije.
- Tranquilo que de seguro ella no le cuenta nada a su mamá.
En la noche, llegando a mi casa, obtuve de parte de mi mamá un regaño de buen monto y un castigo de dos semanas sin salir. Para esa época, en la adolescencia hijueputa, un castigo de esa amplitud era lo peor. En dos semanas no vi a nadie que no fuera de mi familia. Cuanto me deprimí. Y no ayudó en nada que en ese lapso de tiempo me diera por leerme El extranjero de Albert Camus.
* punto 1
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